Un paso de peregrinos sobre el río Sil
La ciudad de Ponferrada nació gracias al río Sil. Un río es a un tiempo frontera física y lugar de paso, linde entre líneas y pueblos, o mirada que se abraza de orilla a orilla. El río Sil era lugar de paso obligado en los caminos de la Meseta al Mar y del Mar a la Meseta. Los primeros exploradores (andando el tiempo se llamaron peregrinos) buscaban los vados. No siempre era fácil. En primavera el río se crecía y las avenidas cambiaban los fondos y bajíos. Quizás por ello los romeros venían en septiembre, cuando el río baja bebido por la sed del verano.
En las orillas del valle más cómodo no crecía la hierba: se hizo camino. Aquí hubo barcas y barqueros: pequeñas almadías de tablas y troncos entrelazados con cuerdas de cáñamo. Las caballerías, por no pagar el peaje, pasaban a veces a nado, atadas por el ronzal, boqueando tras la barcaza.
El río determinó el vado, el vado se hizo paso, el paso puente, y el puente, ciudad: hospital y posada de peregrinos, castillo. Los caminantes temían al río y lo respetaban: sus crecidas hacían fértiles las huertas del Sacramento, cuyo pimientos lograron fama propia, acrecentada, cuando adornaban una fuente de truchas.
Las casas de la ciudad se prolongaban por las laderas del río: era lavadero y tendedero, pozo y cloaca, guardería infantil y piscina municipal. Lo era todo a un tiempo: hogar e industria. A la orilla del río hubo un balneario, molinos, una fábrica de jabón, areneras y pequeñas centrales eléctricas.
Un día aciago la ciudad traicionó a su río. Las casas que antaño se quedaban de piedra contemplando el incesante fluir de las aguas, fueron girándose, retorcidas, al tiempo que se estiraban en el aire, y dieron la espalda al río.
Ahora las casas se miraban unas a las otras desde orillas de cemento, divididas por ríos de asfalto en los que vadear llegó a ser más peligroso que en la más caudalosa de las crecidas.
Se adueñó de la ciudad y de sus vecinos muy extraña fiebre: la peste negra. Bajo los campos verdes había árboles petrificados: tejieron túneles y galerías y muchos hombres murieron. Una mancha negra creció en torno a la ciudad y pronto el cáncer invadió sus pulmones: un lavadero, un quiste de carbonilla, una escombrera, un tumor desaforado.
La ciudad prosiguió su carrera insensata: las aguas cristalinas del río se hicieron turbias y las piedras limpias se tapizaron de lodos negros, como la peste que asolaba a la ciudad. Los niños dejaron de bañarse en las pozas conocidas y los más valientes, que se arrojaban desde el puente por un duro, crecieron añorando las piscinas naturales y los trampolines improvisados en las ramas de un chopo caído o de un sauce aventurado sobre las aguas.
Veinte años más tarde aquellos mismos niños que buceaban en las pozas advirtieron que sus hijos no iban al río y construyeron pozas de cemento y trampolines con barandillas de hierro pintadas de azul. Así, los niños nuevos aprendieron a nadar sin llegar a bañarse nunca en el río de la ciudad.
El río se murió de pena y de asco: llegó a tener las aguas putrefactas, en las orillas donde las mujeres tendían la ropa crecieron las zarzas y bajo los rastrojos, atraídas por la abundancia de desperdicios, se multiplicaron las ratas. Bajo los puentes plantaban sus tiendas de lona, a veces, los gitanos. Las huertas se transformaron en solares, se cerraron los molinos y las fábricas. Aquellos mismos niños que nunca se bañaron en las aguas negras, salían en primavera con escopetas de aire comprimido y, cuando comenzaron a escasear los estorninos, hacían puntería reventando balines en los vientres de las ratas.
La ciudad había aprendido a despreciarse a sí misma.