Hontanares del recuerdo
Ramón Carnicer
La consideración de la historia como maestra de la vida es una de las muchas afirmaciones carentes de sentido. Y ello porque la historia no es una entidad objetiva, algo que tengamos a mano, segura e invariable –como puede serlo el metro u otra unidad mensuradora–, para valorar lo presente y para anticipar los rumbos de un futuro más o menos inmediato. Los historiadores nos comunican hechos pasados recogidos de fuentes muy diversas, someten unos y otros a análisis crítico y llegan a conclusiones con las que construir la verdad histórica. Pero el proceso conducente a esta verdad está inevitablemente teñido por la subjetividad del historiador, por sus ideas, sentimientos y creencias, por la mayor o menor amplitud de su saber, por su concepción del mundo y de la vida, por su adscripción a esta o la otra escuela o entendimiento de la función de historiar. Ningún tipo de conocimiento humano está más sujeto a divergencias, rectificaciones, adiciones y sustracciones que el conocimiento histórico. Para traer una muestra próxima a nosotros bastará recordar, dentro de la historiografía española, la disparidad de criterios, la tremenda hostilidad personal de aquellos dos grandes y en muchos aspectos respetables energúmenos llamados Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro. Si esto ocurre a menudo en lo concerniente al pasado de una nación, es más frecuente todavía cuando la historia rebasa los límites de aquélla y se adentra en los conflictos, rivalidades y pugnas de dos o más poderes nacionales enfrentados o aliados entre sí frente a otro u otros poderes encaminados a las mismas conquistas o prevalencia hegemónica. Y si venimos a las zonas más espurias de la exposición histórica, aquéllas en que tal exposición se falsea al dictado de objetivos políticos estrechos –tal es el caso de ciertas versiones del pasado urdidas en torno a la actual organización autonómica de España–, la sorpresa alcanza límites escandalosos.
La conclusión a la que finalmente se llega es ésta: la historia es el más adulterable de los saberes humanos. Con todo, la indagación sobre el pasado es una de las constantes más frecuentes en el espíritu humano, porque para conocernos a nosotros mismos y saber en qué medida alcanzamos la condición de personas, necesitamos saber cómo fueron, cómo pensaron nuestros antepasados. Éste es el gran torcedor que aqueja a cuantos, insatisfechos con lo presente, siembran su mente de interrogantes y bucean a la busca de respuestas en las profundidades de lo pretérito. ¿Fue en este o en aquel lugar del mundo, En este o en el otro siglo o período donde se dio lo más auténtico y valedero de ese ser inquieto, ávido de perfecciones –en los casos más ejemplares– y siempre menesteroso al que llamamos hombre?
Lo antedicho podrá parecer desproporcionado respecto del encargo de presentar el Álbum del Bierzo que el lector tiene en sus manos. Pero no lo es si se considera que esta «fuente» de conocimiento del pasado, estas instantáneas de la tierra berciana están al margen de consideraciones descalificadoras y constituyen un inapreciable documento que excede sus límites geográficos y refleja una buena porción de la totalidad española de fines del siglo XIX y una parte del XX. Todas estas fotos fueron hechas antes de que la fotografía constituyera un elemento de expresión artística y se aproximara por ello al subjetivismo de la pintura. Responden a un propósito meramente documental. Mediante ellas asistimos, por ejemplo, a la paulatina conversión de la carretera de La Puebla ponferradina en avenida; a las distintas remodelaciones de su plaza de la Constitución, con persistencia de una tradición arquitectónica menor, junto con algún que otro desatino, como el de derribar uno de sus componentes, albergue un tiempo del Instituto, para erigir en su lugar un edificio que rompe la unidad, siquiera imperfecta, del conjunto. Contemplamos sorprendidos la perfecta armonía de las casas del Rañadero con su hoy desaparecida pavimentación, escalonada, de cantos rodados. Y aparte los elementos monumentales, con muestras ubicadas en toda la amplitud berciana, vemos la indumentaria de la gente popular (blusa, faja, gorra de visera o boina, alpargatas en los hombres; largas sayas, mantones y pañuelos a la cabeza de las mujeres). Y a la vez sombreros de copa, levitas, chalecos con muchos botones y ornamentos áureos en los favorecidos por la fortuna, y gran alarde textil en los vestidos y en los monumentales sombreros de sus señoras. Y junto con todo ello, festividades, ferias, mercados, con viejas romanas como instrumentos de peso, testimonios de oficios manuales hoy desaparecidos, mulos, asnos y la sorprendente aparición de los automóviles. Y acá y allá gente humilde, pordioseros, un muchacho tullido y apoyado en viejas y desproporcionadas muletas de madera... El desarrollo del ferrocarril y la expectación que producía su paso daban pie a que el paseo de la tarde se hiciera en los andenes de las estaciones; al arrancar, el tren correo dejaba en los paseantes una difusa nostalgia y permitía imaginar extraordinarias aventuras de quienes, con un guardapolvo amarillo, continuaban viaje hasta quien sabía donde.
Para los jóvenes resultará chocante sorprender a través de estas fotos unas formas de vida muy diferentes de las actuales. Para los que ya no lo son resultará increíble –en otro orden de cosas– la actual desolación arbórea del jardín de Villafranca al contemplar en el Álbum la perdida fronda de los grandes y copudos negrillos y los dos maravillosos, idénticos y altísimos pinsapos que crecían en él.
En este Álbum no aparecen registros dinásticos, batallas ganadas, armisticios, mariscales en pie de o a caballo, papas ni cardenales. Aparece sobre todo la estampa de quienes trabajan siempre, sufren a menudo y disfrutan de vez en cuando, es decir, los estratos que soportan a quienes desde los altos puestos de la vida sobresaltan con catástrofes y con pomposas vanidades la existencia de los de abajo, ajenos a interpretaciones petulantes del vivir y luchando de continuo por sobrevivir bajo las fantasías de quienes se consideran constructores de los destinos humanos.